EL PARQUE
‘Y alguien dijo una vez que no
solo las personas sienten, que no solo los animales y las plantas viven, que no
solo las cosas, cosas son.’
El parque hoy se mira al espejo y sonríe, se viste de verde, de flores, de
azules y amarillos, de tulipanes, de rosas, de margaritas deshojadas.
El parque hoy amanece resplandeciente y se viste con sus propios
visitantes. La primavera está trayendo al buen tiempo y las lluvias invernales
ya quedaron atrás hace varios meses, entre diciembre y febrero.
Los ojos del parque se abren en algún lugar del albero que cubre su cuerpo
como los polvos de maquillaje cubren la cara de las madres que pronto comienzan
a llegar. Sus manos se cierran en un abrazo al aire que cálidamente circula
entre columpio y columpio. Las piernas del parque se estiran abriendo las
puertas a la llegada de sus visitantes. Las malas hierbas, como los vellos del
parque, se erizan con las pisadas de los niños que las agitan, las pisan y las
arrancan.
Y los niños hacen del parque el lugar idílico, le pintan sonrisas en las
vallas, le hacen cosquillas cuando resbalan por el tobogán, le muerden la
lengua cuando tropiezan y le ensucian la ropa cuando levantan el albero al
correr.
Pero el parque no se queja ni cuando
le empapa el zumo que se le acaba de caer a una niña, ni cuando le babea un
bebé encima, ni cuando le arrancan una a una las flores que forman el manto con
que se arropa al anochecer, ni cuando de vez en cuando algún pequeño travieso
rompe alguna de las cuerdas de su telaraña.
Pero entre el día y la noche cuando el parque se queda vacío, le inunda la
tristeza, el parque añora mientras bosteza y le duele el pensar que tal vez
mañana sea día de trabajo y nadie pase a columpiarse, y nadie venga a
divertirse.
Y de repente entre estación y
estación la primavera se esfuma y ocurre que el parque, la ciudad y
prácticamente todo el mundo se queda en tinieblas, en escombros.
El parque últimamente llora en pequeños gritos silenciados, se encuentra
solo y perdido, bueno, perdido no, porque sigue en el mismo lugar que siempre.
Pero lo que sí que ha perdido ha sido a las personas.
El mundo está mudo, y entre bombas y disparos se mueren las risas. Con un
nuevo amanecer un 28 de 1914 llegó también el inicio de la guerra y el parque
se encuentra fustigado porque observa pero no puede reaccionar.
El cielo discierne, en una lucha entre el azul propio y el gris de las
bombas, pero finalmente se tiñe de rojo, del color de la sangre que se está
derramando. Y con el atardecer el rojo se difumina hasta un anaranjado fugaz,
al que pronto roba el protagonismo el negro de la noche.
El miedo arropa las personas que temen por sus vidas y se esconden y el
parque se queda más desnudo que nunca. Y más aún ahora que con el verano las
flores se marchitan y parece morir, el parque desolado se tumba y deja que le
lleguen las vibraciones de las bombas al caer, lejanas, como si no hicieran
nada, como si no segaran vidas.
Y a lo lejos escucha varias voces diferentes llorar, y el sonido de cada lágrima
que nace y muere en el suelo. Y el llanto de los que no se pueden dormir
porque, como siempre, tienen miedo.
Pero el parque ya ha vivido mucho, y aprende a hacer de los lamentos una
nana que poco a poco le introduce en el sueño.
El parque es muy frío en invierno. Sobre los matorrales, en la madrugada,
el rocío helado convertido en perlas, en perfectas lágrimas. La guerra hace
llorar incluso al cielo.
Sobre el suelo la escarcha que entrando la mañana parece derretirse y se
funden tierra y agua, dejando embarrado al parque solitario.
Un año más de guerra que se aproxima con este invierno, y ya van tres. Y
con él, la nieve se queda levitando en esa atmósfera como de cuento, lo que
debiera ser y no lo que es.
En el parque se conserva el balancín, que ya con sus años le nacen rasguños
milenarios y pintadas, fechas y nombres y momentos incrustados. Respira por sus
betas y huele cada vez más a podredumbre, aunque esto no es de extrañar, la
guerra todo lo pudre. Pero no importa, siempre será ese el perfume de la
infancia, del añoro del ser niño, del balancín con sus fechas, sus nombres y
pintadas, sus memorias olvidadas.
Y al parque le nacen lagañas, como las de los niños que a estas horas se
levantan. Lagañas que son parte de una casa cercana que hace poco se derribó. Lagañas,
o más bien, restos de escombros.
Y hoy se huele de nuevo la angustia, un día más de muchos, de algo que
parece nunca acabar. Y ya está la gente hastiada, que se mueren las personas de
pena aun preguntándose cuántas vidas más se van a cobrar.
En el recuerdo de los niños que solían venir se recrea el parque y por no
sentirse solo hace que se muevan sus columpios, como un espíritu fantasmal que
se recuesta sobre ellos. Pero ya el sonido es estridente, no puede crear vida
el parque, no puede sacar del recuerdo lo que hace tiempo ya se acabó.
Los pájaros no cantan ya ni en mayo. Las flores ni florecen y si lo hacen
se visten de sobras, que ya nadie las quiere, que ya nadie las corta.
La vida se muere, porque entre el sueño y la pesadilla ya no hay
diferencia. La pesadilla se ha vuelto mejor sueño que la realidad. El mar ya no
puede tragar más cuerpos sin vida, ni más penas sufridas.
Y el parque se encuentra oxidado, la lluvia ha carcomido su piel y ahora le
duele cada uno de los barrotes que forman su esqueleto de metal. Al parque le
ha crecido la barba en forma de telaraña porque ya nadie se acerca a él. Solo
le rodea el olvido.
Y el parque llora por la fuente que está rota y se derrama y el parque
parece ahogarse entre sus propias lágrimas. El barro alrededor de la fuente se
traga las balas, porque la guerra ha disparado al parque hasta en las entrañas.
Y una vez más el mundo se calla, como ocurre siempre antes de que algo malo
suceda. Y entonces ocurre, el viento lo nota. Y una vez más se arroja. Aquí
llega, entre las hojas. Esta vez sí suena cerca, el impacto… le roza.
Y entre gases de todo tipo llega septiembre, rodeado de una nube verdosa de
la que es causante la guerra que no tiene suficiente con bombas y armas que
ahora abusa en químicos. Y los gases, la mayoría letales, atusan a los restos
del parque se meten entre el balancín partido y los barrotes deformes de los columpios
y la telaraña que era tan alta ahora se encuentra esparcida en el suelo porque
la guerra ha derribado el tubo que la sostenía.
Y es que parece que nunca es suficiente, que no importa el precio de las
vidas que se han tirado a la basura ni el de las otras vidas que han quedado
marcadas, ni se tiene respeto por las nuevas vidas que nacerán en un mundo
derrotado e injusto.
El parque lleva tiempo ingresado, desplomado sobre una camilla de mullidos
barrizales y le abrigan las hojas color caoba que se amontonan sobre él para
privarle del frío.
El parque tiene fiebre por falta de risas y no hay antibiótico que lo cure.
Sobre su vientre continúa el tronco escabroso de un árbol asfixiándole y las
ramas punzantes se le clavan en la carne. El parque se está muriendo y las
luchas siguen atormentándolo.
El paisaje a su alrededor es devastador, pero parece que a nadie le duele
aunque todos lloran, será el efecto del gas lacrimógeno que anda por ahí a su
antojo, porque si de verdad se pararan a ver que están haciendo con su mundo la
guerra cesaría… pero el parque ya no puede seguir pensando más en todo lo que
le rodea, la mente se le nubla y con un fuerte dolor en el centro, cercano a la
fuente que sigue vaciándose en lágrimas, como si el árbol estuviera hundiéndose
aún más en su estómago, el parque pierde la consciencia.
Entre las zarzas y la hiedra un grupo de exploradores llegan a él. Están
jugando a descubrir todo aquello que todavía no han visto en su ciudad. Y han
acabado en una zona olvidada, víctima de los destrozos de la guerra. Pero los
niños no se horrorizan, ellos saben ver lo bueno de todo, hasta de las cosas
malas. Sonríen, han encontrado su guarida perfecta.
Entre los restos de lo que un día fue un parque encuentran un lugar
misterioso, que de una forma u otra les transmite encanto. Han oído hablar
mucho de la guerra, de aquellos lejanos años… pero no les asustan y ellos
juegan allí a revivir lo que un día todo el mundo quiso que fuera solo un
sueño.
Y entre los disparos de manos unidas formando una pistolas y los ‘pium
pium’ salidos de los labios de los pequeños militares, entre la ropa sucia de
arrastrarse por el albero olvidado de aquel parque y la guerra esta vez nacida
de la imaginación, se deja atrás en una especie de cuento la pesadilla de
muchas personas.
‘Así el parque sintió como el
frío se disipaba, como la luz volvía a inundarlos en los meses de marzo y
abril, como los árboles florecían con la llegada de mayo, como el calor le
dejaba cada vez más desierto y como la lluvia le iba oxidando y pudriendo…
Y el parque también sintió como
el invierno hacía tiritar a sus columpios desnudos y como la guerra hacía
llorar al mundo… que con el morir de la risa de los niños también moría él, y
como con el final de cada tormenta volvía a nacer.’
Luisa Carmona Romero. 9/02/14