Los señores de
las arenas
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Álvaro Pavón
Romero
Hace
dos mil años, la otrora noble y orgullosa tierra de Egipto había entrado ya en un
periodo de decadencia; era el ocaso de la civilización que construyó las
pirámides, domesticó el Nilo y extendió un vasto imperio bajo el mando de reyes
divinos y dioses encarnados, dueños de todo cuanto existía bajo el sol. Hacía
ya cien años que no gobernaba un auténtico faraón indígena, siendo sustituidos
por regentes extranjeros, primero persas, y luego monarcas de melindrosa y
refinada cultura helénica.
En
este contexto de declive y postración, vivió un sacerdote de Re, un historiador
destacado que ha pasado a la historia con el seudónimo de Manetón, aunque su
verdadero nombre –se especula– debió ser Merydjehuty, esto es, “Amado del dios
Thoth”. Su obra maestra, Aegyptiaca,
nos ha llegado por medio de autores posteriores como el romano-hebreo Flavio
Josefo o el bizantino Jorge Sincelo, y consiste en una lista cronológica de
todos los reyes de Egipto, ordenados por dinastías. Sin embargo, la obra está
fragmentada y se supone que fue alterada a lo largo de los siglos debido a las
“batallas” culturales entre autores semitas y antisemitas.
En
1912 se formó en El Cairo un pequeño grupo elitista compuesto de varios lores y
aristócratas británicos interesados por la civilización egipcia. Uno de ellos, un
tal Neville, excavó las ruinas de un antiguo templo dedicado al dios Onuris-Shu
en el que Manetón había servido como sacerdote, al este de la ciudad de Sais, en
Sebennytos. Accidentalmente, Neville halló una cámara secreta bajo el altar del
dios mayor, en cuyo interior se albergaban varios nichos y algunos amuletos
menores, pues hacía tiempo que el lugar había sido ya saqueado. No obstante, en
uno de los nichos, semi oculto por el polvo y la arena, se encontró una serie
de pergaminos, que narraban una historia usando el griego del periodo
ptolemaico. Al estudiarlo, Neville confirmó que el estilo y las formas
gramaticales eran las propias de Manetón. Antes de mostrárselo a sus compañeros
y a la comunidad arqueológica, se consagró a su estudio y traducción por
completo. Habiendo regresado a su apartamento en El Cairo, Neville se
enclaustró junto a diccionarios y gramáticas del griego clásico y enciclopedias
de la época helenística. Un muchacho árabe llamado Muhammad le traía
diariamente el almuerzo y la cena, pero aparte de él, Neville no tuvo contacto
con nadie más en meses.
El
relato que narraban los pergaminos aparentaba ser un prólogo mítico a la Aegyptiaca; contaba la historia de una
especie prehistórica de coleópteros gigantes que pobló la tierra de Egipto
hasta aproximadamente el año 3000 a.C. Como en la Aegyptiaca, Manetón había redactado cronológicamente los hechos
relevantes acontecidos durante el reinado de cada uno de sus reyes, a lo largo
de tres milenios de historia, hasta su definitiva extinción fruto de las
guerras civiles, los conflictos internos, y las incursiones humanas procedentes
del Sahara. Estas criaturas se asemejaban a gigantescos escarabajos peloteros,
el doble de altos que un hombre adulto, de caparazones tan gruesos y
resistentes como escudos de hierro forjado, y colmillos, cuernos y apéndices
afilados, precisos y mortales. Su origen es desconocido; ¿tal vez fueran los
últimos vestigios de un viejo orden,
cuando los insectos eran grandes como ferrocarriles y dominaban el mundo,
durante el Silúrico, Ordovícico, Carbonífero…? ¿Una especie superviviente de
insectos mutantes o una muestra de gigantismo genético? Quién sabe.
Todo
comenzó aproximadamente en el 6000 a.C, cuando esta especie extraordinaria ya
había desarrollado un lenguaje, religión y cultura propios. Se llamaban a sí
mismos los ba-jeper –“alma del escarabajo”–, aunque en la obra se los menciona como
“señores de las arenas”; por aquel entonces se repartían de manera nómada por
las riveras del Nilo. Manetón habla de cuatro reyes pre-dinásticos: Kemej,
Anpu, Apep y Tybys, que gobernaban cuatro tribus distintas de su pueblo.
Durante los siglos anteriores, habían estado en guerra por los recursos del
país, intentando imponer su propio panteón de dioses al resto de su especie.
Kemej fue el primero en sugerir la unión de todas las tribus de señores de las
arenas en un único gran imperio, que teorizó llamándolo Kemt, que en su lengua
significaba “tierra negra”, por el color que adoptaban los márgenes del Nilo al
desbordarse éste cada año.
Quinientos
años después, un señor de las arenas llamado Wesretjau, sumo sacerdote del dios
Re y señor de la guerra, hizo realidad el ideal presagiado por Kemej y unificó
las tribus de ba-jeper bajo su imperio, estableciéndolas de modo sedentario en
las tierras fértiles junto al Nilo. Se proclamó Gran rey-sacerdote y adoptó los
nombres de Kheperre y Wahnesytmireempet, esto es, “Escarabajo de Re, Duradero
en su reinado como Re en el cielo”. Sus súbditos lo conocieron desde entonces
en adelante como Kheperre I, señor de los destinos de Kemt y encarnación
viviente de los dioses. En años venideros se convirtió en héroe nacional y se
le veneró como a un dios, prolongándose su culto más allá de su muerte. Poco o
casi nada más se sabe de su vida personal; como otros muchos grandes líderes de
la historia, los detalles de su vida han sido desplazados por el mito de su
grandeza y divinidad.
Habiendo
asegurado su dominio absoluto a lo largo del Nilo y desde las montañas de Libia
hasta Arabia, Kheperre I organizó el Imperio de Kemt y ordenó la construcción
de la Ciudad-Templo de Hutkajeper –“casa del ka (es decir, espíritu) del
escarabajo”– que convirtió en capital de su reino y desde donde gobernó con
poderes ilimitados durante más de cincuenta años. Sin embargo, al acercarse el
momento de su muerte, el monarca creó un órgano legislativo, el Pesedyet o
Consejo de los Nueve, reformando el gobierno de Kemt en una especie de aristocracia
dinástica: los nueve miembros del consejo tenían la potestad sagrada de
redactar las leyes del reino y encargarse de su correcta administración. Al
morir Kheperre, los Nueve se arrogaron la función de elegir de entre ellos, por
inspiración divina, a un nuevo rey-sacerdote de Hutkajeper –Nesum-Wnut–. Se
iniciaba así la Primera Dinastía de Kemt, y un periodo de gran paz y
tranquilidad. En un principio, el rey-sacerdote adoptaba el nombre de Rahotep
–“el dios Re está satisfecho”–. Siguieron esta tradición todos los gobernantes
de la Primera Dinastía: Rahotep I, Rahotep II, Rahotep III y Rahotep IV; pero,
con el paso de los siglos, cada rey-sacerdote terminó por escoger un nombre
relacionado con el dios o misterio religioso que más reverenciase su pueblo en
ese momento, añadiendo casi siempre las partículas –hotep, “el satisfecho”, o –jufu,
“me protege”: el primer rey de la Segunda Dinastía fue Ra-jufu I, seguido por
Rahotep V, Imhotep I, Imrehotep I e Imrehotep II, mostrando que Re y Amen
(Imun), eran el foco de adoración de los señores de las arenas.
Durante
la III Dinastía, los reyes-sacerdotes se identificaron con el dios Atem
(Itemu). Fue una etapa de progreso e
ilustración, durante la que no se vio alterada la deriva natural del Imperio
hacia la paz, la tranquilidad, la prosperidad y el bienestar. Las Ciencias
experimentaron un gran auge: los señores de las arenas eran matemáticos,
astrólogos, arquitectos y médicos experimentados, y cuyos descubrimientos e
invenciones eran extraordinarios: la rueda, la cuña, la palanca, la rampa y la polea.
Las Humanidades también tuvieron su cénit durante este periodo con la aparición
del lenguaje escrito. Todo ello, se dice, fue creado por el hombre alrededor
del tercer milenio a.C. o más tarde incluso, y sin embargo, los señores de las
arenas adelantaban a la Humanidad por milenios.
En
año 4850 a.C. aproximadamente, moría de manera inesperada Itemu-jufu I. El
Pesedyet eligió como sucesor a su visir, el joven Nebmaatre, fundador de la IV
Dinastía. Éste adoptó los nombres de Rahorajtyhotep Sejempahtydjeserjaw
–“Horizonte sagrado de Re, Poderoso en su fuerza, Sagrado en su apariencia”– y
gobernó durante cien años – su reinado es el más largo de la historia de los
reyes de Kemt. Trajo la fortuna y la abundancia al Imperio como nunca antes se
había visto, gracias a su espíritu emprendedor y aventurero: ordenó la
exploración del río Nilo hasta las
entrañas del continente africano, y potenció el comercio dando a sus súbditos
la libertad económica necesaria para organizar sus propios negocios. Los
ba-jeper entraron en contacto por primera vez con las tribus humanas africanas
procedentes del Sahara y Nubia, y establecieron buenas relaciones comerciales
mutuamente beneficiosas. El mercado de Kemt se vio desbordado por productos
procedentes de todos rincones de África, Arabia y el Mediterráneo: inciensos,
oro, metales preciosos, telas y víveres exóticos, a los que el pueblo tuvo
fácil acceso gracias al mercado desregulado y reducidos impuestos. El bienestar
alcanzado fue tan alto, que los ba-jeper aumentaron en tamaño y altura y
doblaron su esperanza de vida.
El
gobierno era eficiente y preciso; los funcionarios, trabajadores y diligentes;
y la justicia, imparcial y efectiva. Nunca desde tiempos de Kheperre los señores
de las arenas habían querido tanto a sus dirigentes. Los súbditos de Rahorajtyhotep
comenzaron a llamarlo Kamaatre, que significa “espíritu de la justicia de Re”,
y, a su muerte, lo añadieron con ese nombre al panteón egipcio como una deidad
menor de la abundancia, el bienestar y el gobierno justo. El lema persona de
Rahorajtyhotep fue Anj Wedja Seneb,
que se traduce como “vida, prosperidad, salud”. Con el tiempo, casi todos los
reyes-sacerdotes adoptaron esa frase como su sello real y, eventualmente, lo
heredaron los sucesores humanos de los señores de las arenas.
Usirhotep
I fue el siguiente en heredar el gobierno de Kemt, y durante cincuenta años
prolongó el bienestar y la paz que su predecesor había logrado. Tras él, el
Pesedyet eligió a su jovencísimo hijo, que reinó con el nombre de Horhotep I y
cuyo dios predilecto fue el celestial Horus. Sin embargo, malas influencias
pervirtieron las buenas intenciones del inexperto monarca, y éste, aconsejado
por individuos despreciables, comenzó a conceder favores y monopolios, tanto
políticos como comerciales. El rey-sacerdote había sido convencido de que sólo
así, centralizando el poder de manera efectiva, podría superar el buen gobierno
de sus antecesores. No obstante, las medidas y políticas del rey fueron mal
acogidas por el pueblo, que vieron aquellas concesiones particulares como un
negocio del que se lucraban injustamente aquellos que gozaban de influencias.
El nepotismo tuvo un gran auge y ello provocó la caída del gobierno al tiempo
que Horhotep fallecía en extrañas circunstancias a una edad muy temprana.
Lo
sucedió su tío, Kanajt, que tomó el nombre de Sutyhotep Setenpenre –“el dios
Seth está satisfecho, Elegido de Re”–, adoptando como patrón del reino a Seth,
dios del desierto, la tempestad y el caos. Sólo con eso, sus intenciones
parecían ya no ser demasiado pacíficas. En vez de paliar los casos de
corrupción del gobierno, el nuevo rey-sacerdote distrajo la atención del pueblo
creando un enemigo extranjero imaginario, culpabilizando a las tribus humanas
que vivían de manera nómada al oeste del Imperio, en el Sahara. Sutyhotep
dirigió el primer gran ejército de Kemt y extendió sus dominios más allá de
Saqqara, arrasando con todo cuanto hallaba a su paso. Intentando defenderse,
los humanos respondieron a los ataques penetrando en el reino por el sur y
realizando incursiones de poca envergadura contra diminutos asentamientos
fronterizos. A pesar de su insignificante importancia, estos ataques
esporádicos de táctica guerrillera legitimaron las acciones de Sutyhotep a ojos
del pueblo de Kemt.
El
rey-sacerdote esclavizó a muchos de estos humanos que antes, durante el reinado
de Rahorajtyhotep y sus sucesores, habían sido atraídos a Kemt por la
prosperidad del Imperio y por las oportunidades comerciales. Estos esclavos se
convertirían con el tiempo en los primeros egipcios, adoptando el idioma,
religión y cultura de sus amos. Una vez los señores de las arenas se hubieron
extinguido, los humanos perpetuaron su legado, pero siempre recordaron al dios
Seth como una deidad perversa, pues éste había sido el emblema del
rey-sacerdote que los había esclavizado originalmente.
Sutyhotep
guerreó durante toda su vida y reforzó las fronteras de su reino, convirtiendo
Kemt en una gran potencia militar y en un bastión inexpugnable para sus
enemigos. Sin embargo, la administración económica de su reinado no fue
demasiado buena: el comercio desapareció y el mercado quedó subordinado a las
necesidades bélicas; los impuestos aumentaron astronómicamente y los pequeños
productores se arruinaron, por lo que el Estado se tuvo que hacer cargo de las
antiguas funciones ejercidas por la iniciativa particular. Conforme la pobreza
y la miseria productivas aumentaban, el reino pasó a obtener sus ingresos
esencialmente de los botines de guerra y del saqueo, y del trabajo de los
esclavos. Para financiar sus inútiles y megalómanas campañas militares, el rey
se vio obligado a clausurar el culto religioso y a cerrar los templos,
acaparando todas las riquezas disponibles; y, cuando ni siquiera eso bastó, se
decía que Sutyhotep había forzado a sus hijas a prostituirse con el fin de
conseguir fondos para continuar sus expediciones bélicas.
Kemt
quedó sumida en la indigencia y las penurias constantes. Tras varias hambrunas
y rebeliones incitadas por el clero ultrajado, Sutyhotep optó por reprimir
violentamente a la población, convirtiendo su reino en un Estado policial en el
que los ciudadanos eran prisioneros. Aunque durante todo su gobierno el rey
conservó el apoyo del Pesedyet que lo había elegido, cuando ya se hizo mayor y
sus días de gloria llegaban a su fin, Sutyhotep amenazó con disolver el Consejo
de los Nueve y convertir su Imperio en una monarquía hereditaria. El Pesedyet
no toleró aquello y, con el apoyo del clero y el pueblo, derrocó al déspota,
poniendo en su lugar a Horhotep II como nuevo rey-sacerdote. El antiguo monarca
permaneció en prisión un par de años más antes de que le sobreviniera la
muerte.
A
Horhotep II lo sucedió Horhotep III, y tras largos años de reinado en el que
pacientemente reconstruyó el Imperio y sanó la sociedad civil, restaurando el
culto y el comercio, el monarca murió en la tranquilidad de creer haber acabado
con toda clase de amenazas internas. Por desgracia, sus descendientes vivirían
lo bastante como para presenciar el alzamiento de una nueva secta muy popular:
el Culto Mortuorio. Los orígenes de este culto se remontan a la V Dinastía de
Kemt, durante el reinado de Horhotep IV y Horhotep V. Sus miembros eran
seguidores de los misterios de los dioses Anpu (Anubis) y Nebthet (Neftis), patronos de la muerte y
los procesos de embalsamamiento; y realizaban sus rituales y ofrendas en la
soledad de las necrópolis suburbanas.
Poco
a poco, el Culto Mortuorio, dedicado a la tarea de embalsamar los cuerpos de
los difuntos y prepararlos para la vida eterna, ganó muchos adeptos entre el
pueblo y la corte. Durante el reinado de Horhotep VI, el Pesedyet reconoció
finalmente la autoridad religiosa de su sumo sacerdote, Jnumtanpu. Horhotep VI,
como sucesor divino de Kheperre y del dios Re, no quería que el Culto le
usurpara autoridad y por ello decidió proclamarse cabeza dirigente del mismo.
La idea del rey-sacerdote era influir en el culto para reducir su influencia,
pero más bien sucedió al contrario. Su sumo sacerdote, Neferjepernebthet
Netjeretjau Jnumtanpu –“Bella es la forma de la diosa Neftis, Divino en
apariencia, Unido al dios Anubis”– fue un longevo señor de las arenas de
turbias intenciones, cuyo fin último era, por un lado, hacerse con el poder en
Kemt, y por otro, descubrir el secreto de la vida eterna por medio de oscura
investigaciones. Jnumtanpu logró hábilmente hacer que la influencia de su culto
creciera hasta límites insospechados. Con la muerte de Horhotep VI, los
reyes-sacerdotes se convirtieron en fervientes seguidores de la doctrina del
Culto y en muchos casos nombraron visires a miembros de su sacerdocio. Para
cuando Jnumtanpu murió, el Culto había ya emplazado a dos de los suyos como
reyes-sacerdotes: Anpuhotep I y Anpuhotep II, fundadores de la VI Dinastía.
Ambos habían sido iniciados en el culto y, llegados al poder, lo beneficiaron
políticamente.
El
nuevo sumo sacerdote del Culto Mortuorio fue el aprendiz y discípulo de
Jnumtanpu, Neferjeperre Netjeretjau Djehutyemsaf –“Bello es el dios Re, Divino
en apariencia, el dios Thoth me protege”–, de quien se decía que era un
hechicero magistral y un nigromante experimentado. Éste tenía gran influencia
entre los señores de las arenas y formaba parte del Pesedyet. Tras el
fallecimiento de Anpuhotep II, logró que el consejo nombrara rey-sacerdote a su
hermano mayor, Atahf, que adoptó el nombre de Neferjeper Wesretjeperre –“Bello
escarabajo, Poderoso es el dios Re”–, y quien en gratitud benefició tanto
política como económicamente al Culto Mortuorio más allá de límites
insospechados. Algunas malas lenguas insinuaban que quien verdaderamente
gobernaba Kemt no era Atahf, sino su hermano Djehutyemsaf.
Atahf
I fue un rey muy devoto; bajo su gobierno, se exacerbó la deriva que se había
experimentado durante el reinado de sus predecesores: los ba-jeper comenzaron a
descuidar sus antiguas tradiciones y se obsesionaron con el Más Allá y la vida
eterna, rindiendo un fanático culto a los dioses Neftis y Anubis, relegando al
resto de deidades a un segundo plano. Todos los señores de las arenas se
preocuparon por la adecuada preservación de sus restos y gastaron fortunas en
la construcción de magníficas tumbas, de manera que las necrópolis acabaron por
ser más grandes que las ciudades de los vivos; los complejos funerarios
crecieron hasta alcanzar dimensiones ciclópeas: cenotafios, mastabas, pirámides
escalonadas, templos, tumbas, y demás construcciones mortuorias fueron
equipadas con mayores comodidades que los palacios de Hutkajeper; las pirámides
se elevaban cientos de metros hacia el cielo, y grandes puentes las unían entre
sí, como para permitir a los difuntos visitar a sus vecinos en la muerte. La
medicina se olvidó de los vivos y pasó a orientarse al cuidado y preservación
de los cadáveres: los muertos se momificaban siguiendo la tradición de
embalsamar los cuerpos, y se enterraban rodeados de todo tipo de confort: oro,
joyas, perfumes, alimentos, bebidas, mascotas y criados terminaban acompañando
a sus dueños en su viaje al Más Allá.
Por
todo ello, Atahf I pasó a la historia como uno de los reyes-sacerdotes más
incompetentes de Kemt, al malgastar todos los recursos de su pueblo en grandes
necrópolis antes que emplearlos en mejorar la vida de los vivos. Mientras
tanto, el culto se inclinó por ramas de la magia más oscuras, y la nigromancia
se convirtió en la disciplina predilecta de sus sectarios. Djehutyemsaf empleó
estos conocimientos malignos para lograr destilar el elixir de la inmortalidad;
no obstante, antes de que pudiera compartir su descubrimiento, fue asesinado
por su discípulo más aventajado, Djehutyanj, quien quería apoderarse en
exclusiva del secreto de la vida eterna. Tras la muerte de Djehutyemsaf, lo sucedió
como sumo sacerdote su rival dentro del culto, Menjeperre. Sin el apoyo
incondicional de su hermano, Atahf perdió su influencia entre los miembros del
Culto Mortuorio. Al poco tiempo, cuando el monarca se reveló como un lastre
para los objetivos del culto, Menjeperre lo hizo asesinar, y gracias a sus
influencias entre el Pesedyet, consiguió que lo nombraran nuevo rey-sacerdote
bajo el nombre de Anjatem I. Durante su reinado, el gobierno de Kemt y el Culto
Mortuorio estuvieron tan inextricablemente unidos que casi todos los señores de
las arenas profesaban de un modo u otro sus misterios.
Cuando
Anjatem I aparentó conspirar para perpetuar su dinastía en el poder y disolver
así el Pesedyet, el consejo respondió ordenando su asesinato. Con la repentina
muerte del rey, la fiebre religiosa que había hecho presa de Kemt durante cerca
de dos siglos pareció desvanecerse un poco, y los Nueve se dieron cuenta de la
terrible época de crisis y miseria que había traído consigo la VI Dinastía. Los
dos últimos reyes habían sido especialmente ineptos como gobernantes a pesar
del poder casi absoluto que esgrimían. Se sucedieron las hambrunas y el pueblo
se mostró poco conforme respecto a la autoridad ejercida por el Culto en las
acciones de gobierno. Un sacerdote de Re llamado Nefjeperre fue elegido nuevo
monarca con el nombre real de Ra-jufu II. El nuevo rey trató de aliviar la
situación de crisis reavivando los misterios de Re y recortando drásticamente
el poder del Culto Mortuorio. Su sucesor Hut-Horhotep I siguió esa política sin
verdadero éxito.
En
el 4000 a.C., el Pesedyet eligió por última vez a uno de los suyos, Usermaatre,
como rey-sacerdote legítimo de Kemt. Desesperado por devolver la prosperidad al
reino, el joven Usermaatre decidió cambiar su nombre a Imratem Urmshetep
–“Amen, Re y Atem unidos, Grande es quien trae la paz”– para evocar en su pueblo
recuerdos de dioses benévolos y deseos de paz. Su estrategia fracasó al
intentar bloquear la autoridad del Culto Mortuorio clausurando sus templos,
puesto que los sectarios se rebelaron, oponiéndose a su gobierno. Como
resultado, estallaron las riñas y la guerra civil se extendió por todo el país,
volviendo unas ciudades contra otras por el control de los limitados recursos y
provisiones. Tras la muerte del monarca y la devastación de Hutkajeper, el
Imperio de los señores de las arenas se disolvió y el Pesedyet, dividido por
las disputas internas, no volvió a elegir a un nuevo rey-sacerdote. A raíz de
todo esto, los humanos volvieron a penetrar con facilidad hasta el interior del
ancestral reino, ofreciendo su ayuda como mercenarios a quien mejor pagase. Con
el paso de los años y sin que los conflictos se solucionasen, los humanos se
rebelaron contra aquellos que los habían contratado, y los señores de las
arenas restantes no pudieron hacer frente a la creciente marea de la Humanidad.
Finalmente, toda su especie se extinguió y los egipcios se autonombraron
señores de Kemt.
Según
las dataciones de Manetón, para cuando la especie humana aprendió a utilizar el
bronce en la fabricación de herramientas, Kemt era ya un mito lejano. No
obstante, el autor ofrecía pruebas de lo que relataba al proporcionar
coordenadas geográficas que situaban en Saqqara las ruinas funerarias de los
antiguos señores del Nilo, donde, bajo una megalítica mastaba de ciclópea
sillería, aún descansaban los secretos de estos olvidados semi dioses.
Neville
comentó sus descubrimientos al resto de sus colegas, a quienes confió el
valioso libro hallado en Sebennytos antes de partir solo en dirección a
Saqqara. Lo que encontró en aquella mastaba de fría piedra caliza en mitad del
desierto, o si encontró siquiera el lugar indicado, nadie lo sabe, pues el
prometedor egiptólogo no retornó jamás, y el libro escrito por Manetón se
perdió durante los combates de la Primera Guerra Mundial.
Nefenebunetjer
Hekaparaa Hymaatre Merydjehuty Nejtneheh Merynetjert Menejmarajtre, a 17 de
marzo de 2013.
Es interesante el que le hayas buscado mediante tu relato una explicación a porqué los egipcios adoraban a los escarabajos. El problema es que tu relato parece más bien un resumen de historia.
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