domingo, 17 de marzo de 2013

Los señores de las arenas


Los señores de las arenas
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Álvaro Pavón Romero

Hace dos mil años, la otrora noble y orgullosa tierra de Egipto había entrado ya en un periodo de decadencia; era el ocaso de la civilización que construyó las pirámides, domesticó el Nilo y extendió un vasto imperio bajo el mando de reyes divinos y dioses encarnados, dueños de todo cuanto existía bajo el sol. Hacía ya cien años que no gobernaba un auténtico faraón indígena, siendo sustituidos por regentes extranjeros, primero persas, y luego monarcas de melindrosa y refinada cultura helénica.


En este contexto de declive y postración, vivió un sacerdote de Re, un historiador destacado que ha pasado a la historia con el seudónimo de Manetón, aunque su verdadero nombre –se especula– debió ser Merydjehuty, esto es, “Amado del dios Thoth”. Su obra maestra, Aegyptiaca, nos ha llegado por medio de autores posteriores como el romano-hebreo Flavio Josefo o el bizantino Jorge Sincelo, y consiste en una lista cronológica de todos los reyes de Egipto, ordenados por dinastías. Sin embargo, la obra está fragmentada y se supone que fue alterada a lo largo de los siglos debido a las “batallas” culturales entre autores semitas y antisemitas.
En 1912 se formó en El Cairo un pequeño grupo elitista compuesto de varios lores y aristócratas británicos interesados por la civilización egipcia. Uno de ellos, un tal Neville, excavó las ruinas de un antiguo templo dedicado al dios Onuris-Shu en el que Manetón había servido como sacerdote, al este de la ciudad de Sais, en Sebennytos. Accidentalmente, Neville halló una cámara secreta bajo el altar del dios mayor, en cuyo interior se albergaban varios nichos y algunos amuletos menores, pues hacía tiempo que el lugar había sido ya saqueado. No obstante, en uno de los nichos, semi oculto por el polvo y la arena, se encontró una serie de pergaminos, que narraban una historia usando el griego del periodo ptolemaico. Al estudiarlo, Neville confirmó que el estilo y las formas gramaticales eran las propias de Manetón. Antes de mostrárselo a sus compañeros y a la comunidad arqueológica, se consagró a su estudio y traducción por completo. Habiendo regresado a su apartamento en El Cairo, Neville se enclaustró junto a diccionarios y gramáticas del griego clásico y enciclopedias de la época helenística. Un muchacho árabe llamado Muhammad le traía diariamente el almuerzo y la cena, pero aparte de él, Neville no tuvo contacto con nadie más en meses.
El relato que narraban los pergaminos aparentaba ser un prólogo mítico a la Aegyptiaca; contaba la historia de una especie prehistórica de coleópteros gigantes que pobló la tierra de Egipto hasta aproximadamente el año 3000 a.C. Como en la Aegyptiaca, Manetón había redactado cronológicamente los hechos relevantes acontecidos durante el reinado de cada uno de sus reyes, a lo largo de tres milenios de historia, hasta su definitiva extinción fruto de las guerras civiles, los conflictos internos, y las incursiones humanas procedentes del Sahara. Estas criaturas se asemejaban a gigantescos escarabajos peloteros, el doble de altos que un hombre adulto, de caparazones tan gruesos y resistentes como escudos de hierro forjado, y colmillos, cuernos y apéndices afilados, precisos y mortales. Su origen es desconocido; ¿tal vez fueran los últimos vestigios de un viejo orden, cuando los insectos eran grandes como ferrocarriles y dominaban el mundo, durante el Silúrico, Ordovícico, Carbonífero…? ¿Una especie superviviente de insectos mutantes o una muestra de gigantismo genético? Quién sabe.
Todo comenzó aproximadamente en el 6000 a.C, cuando esta especie extraordinaria ya había desarrollado un lenguaje, religión y cultura propios. Se llamaban a sí mismos los ba-jeper –“alma del escarabajo”–,  aunque en la obra se los menciona como “señores de las arenas”; por aquel entonces se repartían de manera nómada por las riveras del Nilo. Manetón habla de cuatro reyes pre-dinásticos: Kemej, Anpu, Apep y Tybys, que gobernaban cuatro tribus distintas de su pueblo. Durante los siglos anteriores, habían estado en guerra por los recursos del país, intentando imponer su propio panteón de dioses al resto de su especie. Kemej fue el primero en sugerir la unión de todas las tribus de señores de las arenas en un único gran imperio, que teorizó llamándolo Kemt, que en su lengua significaba “tierra negra”, por el color que adoptaban los márgenes del Nilo al desbordarse éste cada año.
Quinientos años después, un señor de las arenas llamado Wesretjau, sumo sacerdote del dios Re y señor de la guerra, hizo realidad el ideal presagiado por Kemej y unificó las tribus de ba-jeper bajo su imperio, estableciéndolas de modo sedentario en las tierras fértiles junto al Nilo. Se proclamó Gran rey-sacerdote y adoptó los nombres de Kheperre y Wahnesytmireempet, esto es, “Escarabajo de Re, Duradero en su reinado como Re en el cielo”. Sus súbditos lo conocieron desde entonces en adelante como Kheperre I, señor de los destinos de Kemt y encarnación viviente de los dioses. En años venideros se convirtió en héroe nacional y se le veneró como a un dios, prolongándose su culto más allá de su muerte. Poco o casi nada más se sabe de su vida personal; como otros muchos grandes líderes de la historia, los detalles de su vida han sido desplazados por el mito de su grandeza y divinidad.


Habiendo asegurado su dominio absoluto a lo largo del Nilo y desde las montañas de Libia hasta Arabia, Kheperre I organizó el Imperio de Kemt y ordenó la construcción de la Ciudad-Templo de Hutkajeper –“casa del ka (es decir, espíritu) del escarabajo”– que convirtió en capital de su reino y desde donde gobernó con poderes ilimitados durante más de cincuenta años. Sin embargo, al acercarse el momento de su muerte, el monarca creó un órgano legislativo, el Pesedyet o Consejo de los Nueve, reformando el gobierno de Kemt en una especie de aristocracia dinástica: los nueve miembros del consejo tenían la potestad sagrada de redactar las leyes del reino y encargarse de su correcta administración. Al morir Kheperre, los Nueve se arrogaron la función de elegir de entre ellos, por inspiración divina, a un nuevo rey-sacerdote de Hutkajeper –Nesum-Wnut–. Se iniciaba así la Primera Dinastía de Kemt, y un periodo de gran paz y tranquilidad. En un principio, el rey-sacerdote adoptaba el nombre de Rahotep –“el dios Re está satisfecho”–. Siguieron esta tradición todos los gobernantes de la Primera Dinastía: Rahotep I, Rahotep II, Rahotep III y Rahotep IV; pero, con el paso de los siglos, cada rey-sacerdote terminó por escoger un nombre relacionado con el dios o misterio religioso que más reverenciase su pueblo en ese momento, añadiendo casi siempre las partículas –hotep, “el satisfecho”, o –jufu, “me protege”: el primer rey de la Segunda Dinastía fue Ra-jufu I, seguido por Rahotep V, Imhotep I, Imrehotep I e Imrehotep II, mostrando que Re y Amen (Imun), eran el foco de adoración de los señores de las arenas.
Durante la III Dinastía, los reyes-sacerdotes se identificaron con el dios Atem (Itemu).  Fue una etapa de progreso e ilustración, durante la que no se vio alterada la deriva natural del Imperio hacia la paz, la tranquilidad, la prosperidad y el bienestar. Las Ciencias experimentaron un gran auge: los señores de las arenas eran matemáticos, astrólogos, arquitectos y médicos experimentados, y cuyos descubrimientos e invenciones eran extraordinarios: la rueda, la cuña, la palanca, la rampa y la polea. Las Humanidades también tuvieron su cénit durante este periodo con la aparición del lenguaje escrito. Todo ello, se dice, fue creado por el hombre alrededor del tercer milenio a.C. o más tarde incluso, y sin embargo, los señores de las arenas adelantaban a la Humanidad por milenios.
En año 4850 a.C. aproximadamente, moría de manera inesperada Itemu-jufu I. El Pesedyet eligió como sucesor a su visir, el joven Nebmaatre, fundador de la IV Dinastía. Éste adoptó los nombres de Rahorajtyhotep Sejempahtydjeserjaw –“Horizonte sagrado de Re, Poderoso en su fuerza, Sagrado en su apariencia”– y gobernó durante cien años – su reinado es el más largo de la historia de los reyes de Kemt. Trajo la fortuna y la abundancia al Imperio como nunca antes se había visto, gracias a su espíritu emprendedor y aventurero: ordenó la exploración  del río Nilo hasta las entrañas del continente africano, y potenció el comercio dando a sus súbditos la libertad económica necesaria para organizar sus propios negocios. Los ba-jeper entraron en contacto por primera vez con las tribus humanas africanas procedentes del Sahara y Nubia, y establecieron buenas relaciones comerciales mutuamente beneficiosas. El mercado de Kemt se vio desbordado por productos procedentes de todos rincones de África, Arabia y el Mediterráneo: inciensos, oro, metales preciosos, telas y víveres exóticos, a los que el pueblo tuvo fácil acceso gracias al mercado desregulado y reducidos impuestos. El bienestar alcanzado fue tan alto, que los ba-jeper aumentaron en tamaño y altura y doblaron su esperanza de vida.
El gobierno era eficiente y preciso; los funcionarios, trabajadores y diligentes; y la justicia, imparcial y efectiva. Nunca desde tiempos de Kheperre los señores de las arenas habían querido tanto a sus dirigentes. Los súbditos de Rahorajtyhotep comenzaron a llamarlo Kamaatre, que significa “espíritu de la justicia de Re”, y, a su muerte, lo añadieron con ese nombre al panteón egipcio como una deidad menor de la abundancia, el bienestar y el gobierno justo. El lema persona de Rahorajtyhotep fue Anj Wedja Seneb, que se traduce como “vida, prosperidad, salud”. Con el tiempo, casi todos los reyes-sacerdotes adoptaron esa frase como su sello real y, eventualmente, lo heredaron los sucesores humanos de los señores de las arenas.
Usirhotep I fue el siguiente en heredar el gobierno de Kemt, y durante cincuenta años prolongó el bienestar y la paz que su predecesor había logrado. Tras él, el Pesedyet eligió a su jovencísimo hijo, que reinó con el nombre de Horhotep I y cuyo dios predilecto fue el celestial Horus. Sin embargo, malas influencias pervirtieron las buenas intenciones del inexperto monarca, y éste, aconsejado por individuos despreciables, comenzó a conceder favores y monopolios, tanto políticos como comerciales. El rey-sacerdote había sido convencido de que sólo así, centralizando el poder de manera efectiva, podría superar el buen gobierno de sus antecesores. No obstante, las medidas y políticas del rey fueron mal acogidas por el pueblo, que vieron aquellas concesiones particulares como un negocio del que se lucraban injustamente aquellos que gozaban de influencias. El nepotismo tuvo un gran auge y ello provocó la caída del gobierno al tiempo que Horhotep fallecía en extrañas circunstancias a una edad muy temprana.


Lo sucedió su tío, Kanajt, que tomó el nombre de Sutyhotep Setenpenre –“el dios Seth está satisfecho, Elegido de Re”–, adoptando como patrón del reino a Seth, dios del desierto, la tempestad y el caos. Sólo con eso, sus intenciones parecían ya no ser demasiado pacíficas. En vez de paliar los casos de corrupción del gobierno, el nuevo rey-sacerdote distrajo la atención del pueblo creando un enemigo extranjero imaginario, culpabilizando a las tribus humanas que vivían de manera nómada al oeste del Imperio, en el Sahara. Sutyhotep dirigió el primer gran ejército de Kemt y extendió sus dominios más allá de Saqqara, arrasando con todo cuanto hallaba a su paso. Intentando defenderse, los humanos respondieron a los ataques penetrando en el reino por el sur y realizando incursiones de poca envergadura contra diminutos asentamientos fronterizos. A pesar de su insignificante importancia, estos ataques esporádicos de táctica guerrillera legitimaron las acciones de Sutyhotep a ojos del pueblo de Kemt.
El rey-sacerdote esclavizó a muchos de estos humanos que antes, durante el reinado de Rahorajtyhotep y sus sucesores, habían sido atraídos a Kemt por la prosperidad del Imperio y por las oportunidades comerciales. Estos esclavos se convertirían con el tiempo en los primeros egipcios, adoptando el idioma, religión y cultura de sus amos. Una vez los señores de las arenas se hubieron extinguido, los humanos perpetuaron su legado, pero siempre recordaron al dios Seth como una deidad perversa, pues éste había sido el emblema del rey-sacerdote que los había esclavizado originalmente.
Sutyhotep guerreó durante toda su vida y reforzó las fronteras de su reino, convirtiendo Kemt en una gran potencia militar y en un bastión inexpugnable para sus enemigos. Sin embargo, la administración económica de su reinado no fue demasiado buena: el comercio desapareció y el mercado quedó subordinado a las necesidades bélicas; los impuestos aumentaron astronómicamente y los pequeños productores se arruinaron, por lo que el Estado se tuvo que hacer cargo de las antiguas funciones ejercidas por la iniciativa particular. Conforme la pobreza y la miseria productivas aumentaban, el reino pasó a obtener sus ingresos esencialmente de los botines de guerra y del saqueo, y del trabajo de los esclavos. Para financiar sus inútiles y megalómanas campañas militares, el rey se vio obligado a clausurar el culto religioso y a cerrar los templos, acaparando todas las riquezas disponibles; y, cuando ni siquiera eso bastó, se decía que Sutyhotep había forzado a sus hijas a prostituirse con el fin de conseguir fondos para continuar sus expediciones bélicas.
Kemt quedó sumida en la indigencia y las penurias constantes. Tras varias hambrunas y rebeliones incitadas por el clero ultrajado, Sutyhotep optó por reprimir violentamente a la población, convirtiendo su reino en un Estado policial en el que los ciudadanos eran prisioneros. Aunque durante todo su gobierno el rey conservó el apoyo del Pesedyet que lo había elegido, cuando ya se hizo mayor y sus días de gloria llegaban a su fin, Sutyhotep amenazó con disolver el Consejo de los Nueve y convertir su Imperio en una monarquía hereditaria. El Pesedyet no toleró aquello y, con el apoyo del clero y el pueblo, derrocó al déspota, poniendo en su lugar a Horhotep II como nuevo rey-sacerdote. El antiguo monarca permaneció en prisión un par de años más antes de que le sobreviniera la muerte.
A Horhotep II lo sucedió Horhotep III, y tras largos años de reinado en el que pacientemente reconstruyó el Imperio y sanó la sociedad civil, restaurando el culto y el comercio, el monarca murió en la tranquilidad de creer haber acabado con toda clase de amenazas internas. Por desgracia, sus descendientes vivirían lo bastante como para presenciar el alzamiento de una nueva secta muy popular: el Culto Mortuorio. Los orígenes de este culto se remontan a la V Dinastía de Kemt, durante el reinado de Horhotep IV y Horhotep V. Sus miembros eran seguidores de los misterios de los dioses Anpu (Anubis)  y Nebthet (Neftis), patronos de la muerte y los procesos de embalsamamiento; y realizaban sus rituales y ofrendas en la soledad de las necrópolis suburbanas.


Poco a poco, el Culto Mortuorio, dedicado a la tarea de embalsamar los cuerpos de los difuntos y prepararlos para la vida eterna, ganó muchos adeptos entre el pueblo y la corte. Durante el reinado de Horhotep VI, el Pesedyet reconoció finalmente la autoridad religiosa de su sumo sacerdote, Jnumtanpu. Horhotep VI, como sucesor divino de Kheperre y del dios Re, no quería que el Culto le usurpara autoridad y por ello decidió proclamarse cabeza dirigente del mismo. La idea del rey-sacerdote era influir en el culto para reducir su influencia, pero más bien sucedió al contrario. Su sumo sacerdote, Neferjepernebthet Netjeretjau Jnumtanpu –“Bella es la forma de la diosa Neftis, Divino en apariencia, Unido al dios Anubis”– fue un longevo señor de las arenas de turbias intenciones, cuyo fin último era, por un lado, hacerse con el poder en Kemt, y por otro, descubrir el secreto de la vida eterna por medio de oscura investigaciones. Jnumtanpu logró hábilmente hacer que la influencia de su culto creciera hasta límites insospechados. Con la muerte de Horhotep VI, los reyes-sacerdotes se convirtieron en fervientes seguidores de la doctrina del Culto y en muchos casos nombraron visires a miembros de su sacerdocio. Para cuando Jnumtanpu murió, el Culto había ya emplazado a dos de los suyos como reyes-sacerdotes: Anpuhotep I y Anpuhotep II, fundadores de la VI Dinastía. Ambos habían sido iniciados en el culto y, llegados al poder, lo beneficiaron políticamente.
El nuevo sumo sacerdote del Culto Mortuorio fue el aprendiz y discípulo de Jnumtanpu, Neferjeperre Netjeretjau Djehutyemsaf –“Bello es el dios Re, Divino en apariencia, el dios Thoth me protege”–, de quien se decía que era un hechicero magistral y un nigromante experimentado. Éste tenía gran influencia entre los señores de las arenas y formaba parte del Pesedyet. Tras el fallecimiento de Anpuhotep II, logró que el consejo nombrara rey-sacerdote a su hermano mayor, Atahf, que adoptó el nombre de Neferjeper Wesretjeperre –“Bello escarabajo, Poderoso es el dios Re”–, y quien en gratitud benefició tanto política como económicamente al Culto Mortuorio más allá de límites insospechados. Algunas malas lenguas insinuaban que quien verdaderamente gobernaba Kemt no era Atahf, sino su hermano Djehutyemsaf.
Atahf I fue un rey muy devoto; bajo su gobierno, se exacerbó la deriva que se había experimentado durante el reinado de sus predecesores: los ba-jeper comenzaron a descuidar sus antiguas tradiciones y se obsesionaron con el Más Allá y la vida eterna, rindiendo un fanático culto a los dioses Neftis y Anubis, relegando al resto de deidades a un segundo plano. Todos los señores de las arenas se preocuparon por la adecuada preservación de sus restos y gastaron fortunas en la construcción de magníficas tumbas, de manera que las necrópolis acabaron por ser más grandes que las ciudades de los vivos; los complejos funerarios crecieron hasta alcanzar dimensiones ciclópeas: cenotafios, mastabas, pirámides escalonadas, templos, tumbas, y demás construcciones mortuorias fueron equipadas con mayores comodidades que los palacios de Hutkajeper; las pirámides se elevaban cientos de metros hacia el cielo, y grandes puentes las unían entre sí, como para permitir a los difuntos visitar a sus vecinos en la muerte. La medicina se olvidó de los vivos y pasó a orientarse al cuidado y preservación de los cadáveres: los muertos se momificaban siguiendo la tradición de embalsamar los cuerpos, y se enterraban rodeados de todo tipo de confort: oro, joyas, perfumes, alimentos, bebidas, mascotas y criados terminaban acompañando a sus dueños en su viaje al Más Allá.


Por todo ello, Atahf I pasó a la historia como uno de los reyes-sacerdotes más incompetentes de Kemt, al malgastar todos los recursos de su pueblo en grandes necrópolis antes que emplearlos en mejorar la vida de los vivos. Mientras tanto, el culto se inclinó por ramas de la magia más oscuras, y la nigromancia se convirtió en la disciplina predilecta de sus sectarios. Djehutyemsaf empleó estos conocimientos malignos para lograr destilar el elixir de la inmortalidad; no obstante, antes de que pudiera compartir su descubrimiento, fue asesinado por su discípulo más aventajado, Djehutyanj, quien quería apoderarse en exclusiva del secreto de la vida eterna.  Tras la muerte de Djehutyemsaf, lo sucedió como sumo sacerdote su rival dentro del culto, Menjeperre. Sin el apoyo incondicional de su hermano, Atahf perdió su influencia entre los miembros del Culto Mortuorio. Al poco tiempo, cuando el monarca se reveló como un lastre para los objetivos del culto, Menjeperre lo hizo asesinar, y gracias a sus influencias entre el Pesedyet, consiguió que lo nombraran nuevo rey-sacerdote bajo el nombre de Anjatem I. Durante su reinado, el gobierno de Kemt y el Culto Mortuorio estuvieron tan inextricablemente unidos que casi todos los señores de las arenas profesaban de un modo u otro sus misterios.
Cuando Anjatem I aparentó conspirar para perpetuar su dinastía en el poder y disolver así el Pesedyet, el consejo respondió ordenando su asesinato. Con la repentina muerte del rey, la fiebre religiosa que había hecho presa de Kemt durante cerca de dos siglos pareció desvanecerse un poco, y los Nueve se dieron cuenta de la terrible época de crisis y miseria que había traído consigo la VI Dinastía. Los dos últimos reyes habían sido especialmente ineptos como gobernantes a pesar del poder casi absoluto que esgrimían. Se sucedieron las hambrunas y el pueblo se mostró poco conforme respecto a la autoridad ejercida por el Culto en las acciones de gobierno. Un sacerdote de Re llamado Nefjeperre fue elegido nuevo monarca con el nombre real de Ra-jufu II. El nuevo rey trató de aliviar la situación de crisis reavivando los misterios de Re y recortando drásticamente el poder del Culto Mortuorio. Su sucesor Hut-Horhotep I siguió esa política sin verdadero éxito.
En el 4000 a.C., el Pesedyet eligió por última vez a uno de los suyos, Usermaatre, como rey-sacerdote legítimo de Kemt. Desesperado por devolver la prosperidad al reino, el joven Usermaatre decidió cambiar su nombre a Imratem Urmshetep –“Amen, Re y Atem unidos, Grande es quien trae la paz”– para evocar en su pueblo recuerdos de dioses benévolos y deseos de paz. Su estrategia fracasó al intentar bloquear la autoridad del Culto Mortuorio clausurando sus templos, puesto que los sectarios se rebelaron, oponiéndose a su gobierno. Como resultado, estallaron las riñas y la guerra civil se extendió por todo el país, volviendo unas ciudades contra otras por el control de los limitados recursos y provisiones. Tras la muerte del monarca y la devastación de Hutkajeper, el Imperio de los señores de las arenas se disolvió y el Pesedyet, dividido por las disputas internas, no volvió a elegir a un nuevo rey-sacerdote. A raíz de todo esto, los humanos volvieron a penetrar con facilidad hasta el interior del ancestral reino, ofreciendo su ayuda como mercenarios a quien mejor pagase. Con el paso de los años y sin que los conflictos se solucionasen, los humanos se rebelaron contra aquellos que los habían contratado, y los señores de las arenas restantes no pudieron hacer frente a la creciente marea de la Humanidad. Finalmente, toda su especie se extinguió y los egipcios se autonombraron señores de Kemt.
Según las dataciones de Manetón, para cuando la especie humana aprendió a utilizar el bronce en la fabricación de herramientas, Kemt era ya un mito lejano. No obstante, el autor ofrecía pruebas de lo que relataba al proporcionar coordenadas geográficas que situaban en Saqqara las ruinas funerarias de los antiguos señores del Nilo, donde, bajo una megalítica mastaba de ciclópea sillería, aún descansaban los secretos de estos olvidados semi dioses.
Neville comentó sus descubrimientos al resto de sus colegas, a quienes confió el valioso libro hallado en Sebennytos antes de partir solo en dirección a Saqqara. Lo que encontró en aquella mastaba de fría piedra caliza en mitad del desierto, o si encontró siquiera el lugar indicado, nadie lo sabe, pues el prometedor egiptólogo no retornó jamás, y el libro escrito por Manetón se perdió durante los combates de la Primera Guerra Mundial.



Nefenebunetjer Hekaparaa Hymaatre Merydjehuty Nejtneheh Merynetjert Menejmarajtre, a 17 de marzo de 2013.
                               

1 comentario:

  1. Es interesante el que le hayas buscado mediante tu relato una explicación a porqué los egipcios adoraban a los escarabajos. El problema es que tu relato parece más bien un resumen de historia.

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